
En esos días viví por primera vez la grandeza sobrecogedora de la selva pluvial tropical. Es algo sutil. No había manadas de ungulados, como en la llanura de Serengeti, ni tampoco había cascadas de orquídeas: sólo mil matices de verde y esa infinidad de contornos, formas y texturas que desdeña tan a las claras la terminología de la botánica de las zonas templadas. Es casi como si uno tuviera que cerrar los ojos para contemplar el constante murmullo de la actividad biológica —la evolución, si se quiere— trabajando a toda marcha. Desde el mismo borde de las trochas las enredaderas se aferran a la base de los árboles, y las heliconias y calatheas herbáceas ceden ante los aroideos de hojas anchas que trepan en las sombras. En lo alto, los bejucos cubren los inmensos árboles uniendo el dosel del bosque en una única y entretejida tela viviente. No hay flores, o por lo menos pocas que se puedan ver a primera vista, y bajo el deslumbrante sol del mediodía, inmóvil en el cielo, hay pocos sonidos. La atmósfera se carga de una pesadez fluida, del peso abrumador de siglos, de años sin estaciones, de la vida sin renacimiento. Uno puede caminar horas enteras y seguir convencido de que no ha avanzado.

Luego, hacia el atardecer, todo cambia. La atmósfera se enfría, la luz se torna ambarina y el cielo abierto sobre los ríos y las ciénagas se llena de raudas golondrinas, vencejos y papamoscas. Los halcones, las garzas, las jacanas y los martín-pescadores de las orillas de los ríos ceden ante bandadas de cotorras cacareantes y espectaculares despliegues de tucanes y guacamayas escarlata. Surgen de pronto micos tití, y cerca de las orillas de los ríos brillan los ojos de los caimanes, sus cuerpos y colas tan quietos y opacos como maderos flotantes. A la luz del atardecer se pueden finalmente distinguir formas en la selva, perezosos pegados de los yarumos, víboras enroscadas en las ramas, tapires revolcándose en lejanos lodazales. Por un momento, en el crepúsculo, el bosque parece tener escala humana y ser en cierta forma manejable. Pero llega entonces la lluvia de la noche y después el ruido de los insectos desenfrenados entre los árboles, hasta que al salir el sol regresa el silencio, la atmósfera se aquieta y se levanta la niebla de la tierra enfriada. Una neblina blanca inunda todo, como algo sólido y devastador.

(...) Sin distracciones, uno se adaptaba a la perfección a la vida de la selva: los monos aulladores en lo alto, los incesantes ríos de hormigas, los encuentros casuales con serpientes y jaguares, los inquietantes gritos de águilas reales; las mariposas iridiscentes, con su belleza incitante, y las ranas bronceadas y púrpuras, venenosas al tacto. En mi diario anoté los sencillos lujos de la vida en la selva: «El humo de una hoguera que espanta a los insectos, una noche sin lluvia, un rancho de paja en medio del bosque, un banano casi podrido encontrado en una hondonada, sembrados de yuca abandonados, un animal recién cazado y lo que sea: agua lo bastante profunda para bañarse, la insinuación de una cagada sólida, una noche de sueño continuo, un limonero encontrado en el bosque».
El río (Wade Davis)