A mí lo que me importa es la oropéndola. Llega a comienzos de mayo y anida cerca de la torre de Tobalina, donde agonizo. Por muy bien que suene un instrumento, no igualará nunca el canto de la oropéndola. Se levanta tarde y tarda en abandonar el nido. Desde una rama a otra se comunica con su pareja. Uno repite su melodía corta, sólo una frase. El otro contesta con un reclamo, casi es un graznido. Pero el timbre y la resonancia del canto en el silencio de la mañana es el mejor sonido que he oído. Ni siquiera el ruiseñor me gusta tanto. Yo si fuese pájaro sería una oropéndola. Vuelan como rayos entre las copas de los árboles y no pisan el suelo, nunca pisan el suelo. Imagina, primo, lo que debe de ser nunca poner los pies en el suelo, vivir en el aire, comiendo frutos que tampoco tocan la tierra. Compré pasas y ciruelas para colgarlas con hilos de las ramas, con la tonta esperanza de que no se fueran nunca lejos las oropéndolas, mis vecinas. Pero la fruta colgada se la comieron los rabilargos, que no tienen compasión de nada. Preciosos son también los rabilargos, pero sin canto. No hay vuelo tan bello como el del rabilargo cuando se posa en el suelo. Pero yo quiero ser una oropéndola. O un oropéndolo. Yo con cualquier cosa me conformo, dice mi primo. Pasar por un gorrión, inadvertido. Comer las migas que dejan los humanos es para mí suficiente, dice el gorrión. Lo que no les perdono a mis padres es su empeño en que yo sirviera para algo. ¿Con qué derecho? Ellos fueron siempre unos inútiles.
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Quién fuera como la oropéndola, que vuela y canta, rayo de sol que no toca el suelo, que come frutos y evita el mundo. Que vuela porque encuentra en el aire resistencia, que canta para seducir y para que la escuche el bosque.
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Manuel Arroyo-Stephens
Yo también he tenido como vecinas a las oropéndolas. Como viven en un parque en las afueras de la ciudad, han aprovechado algunos trozos de plástico para fabricar el nido. |
El hogar de la oropéndola: bosques galería con chopos, fresnos, olmos, sauces y densos setos. |